“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias que existen y les han sido legadas por el pasado”. Con esta frase abría Carlos Marx su libro El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de 1852, un enunciado que ya se ha vuelto famoso, o por lo menos, muy conocido para aquellos que leemos este tipo de literatura.
La idea que quería transmitir el filósofo alemán era, básicamente, que las personas de carne y hueso, con nombre y apellido, tienen la capacidad de incidir en el curso de los acontecimientos históricos pero siempre limitados por el contexto que les tocaba vivir. Por las condiciones económicas, políticas, institucionales y culturales que les impone el presente y que son producto del pasado.
La pandemia global del coronavirus que azota al mundo desde comienzos de marzo de 2020 ha puesto de manifiesto la veracidad de este razonamiento. El surgimiento de un virus desconocido, su propagación a nivel global en tiempo récord y su trágico impacto sanitario y económico son evidentemente condiciones objetivas que se imponen, que nadie ha elegido y que nos toca enfrentar como humanidad.
Frente a este contexto, los países y sus líderes se han visto obligados a responder porque, como escribía hace poco mi colega Irene Alonso en este mismo espacio, “nunca hay más necesidad de un líder que cuando las cosas se ponen feas”. Muchos de ellos han estado a la altura de las circunstancias y, a pesar de las condiciones adversas que enfrentan, han actuado con contundencia. Los ejemplos de Mette Frederiksen en Dinamarca, Angela Merkel en Alemania o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda dan cuenta de personas (en este caso, mujeres y no hombres, como decía Marx) de carne y hueso, con nombre y apellido, que están haciendo su propia historia.
Sin embargo, de la misma manera que han sabido sobreponerse a lo que el presente les impone, también han podido construir sobre las condiciones institucionales que le fueron legadas por las generaciones pasadas. Porque la orientación ideológica, el tipo de liderazgo y la forma en que se lo ejerce son claves, sin lugar a dudas. Pero también lo son (tanto, o más) las herramientas políticas y los instrumentos institucionales con los que se cuenta para hacer frente a una crisis de estas características.
La Canciller alemana es una líder indiscutible y no se ha mantenido al frente de su país durante 15 años por casualidad, pero la eficacia de su respuesta ante la pandemia se debe también a un sistema político y sanitario sólido. La primera ministra de Dinamarca es una joven estrella en ascenso en la escena política danesa, pero la contundencia de sus medidas frente a la COVID-19 habría sido imposible si no contase con uno de los mejores Estados de Bienestar del planeta. El carisma de Jacinda Ardern es innegable, y su capacidad para gestionar una crisis quedó más que demostrada durante los atentados de Christchurch de 2019, pero la efectividad de sus acciones para contener el coronavirus se entiende mejor al tener en cuenta que gobierna uno de los países con mejor índice de desarrollo humano del mundo.
Básicamente, lo que quiero decir con este rodeo es que las instituciones importan y mucho. Ya lo dejaba claro Belén Barreiro en el Thinking Heads Virtual Summit en el que presentamos nuestro informe sobre el futuro post-COVID-19: “La gente no espera que una persona muy inteligente llegue y encuentre la solución, sino que cada institución cumpla con su papel en la sociedad”.
Pensar que únicamente con liderazgos personales excepcionales (como los mencionados anteriormente) sería suficiente superar situaciones de crisis como la que vivimos hoy no solo nos haría dependientes de situaciones extraordinarias (porque este tipo de personas suelen serlo) y de muy difícil repetición, sino que también aumentaría nuestras probabilidades de correr el riesgo de caer en las manos de figuras políticas mediocres y peligrosas.
En el mismo libro que citábamos al abrir este texto, Marx, parafraseando a Hegel, decía que todos los grandes hechos y personajes históricos aparecen dos veces, una vez como tragedia y la otra como farsa. Vivimos hoy la tragedia, de la cual intentamos lentamente recuperarnos. Si no aprendemos, con esta terrible experiencia, que nuestras instituciones políticas, sociales y sanitarias también importan y que, por ello, debemos fortalecerlas, estaremos indefectiblemente condenados a la farsa.
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