Cuando llegué a Madrid en 1977, exiliado tras un cuarto de siglo de vida en Buenos Aires, descubrí que América Latina era un sitio pintoresco.
Hasta entonces no me lo había parecido. Era consciente, por supuesto, de que tenía historia, o historias, tres: una muy antigua, precolombina; otra colonial hasta el siglo XIX; y otra independiente, marcada primero por convulsiones políticas y después por una transformación social y económica que había comportado en varias de sus naciones la llegada de numerosas personas de otros continentes, en especial de Europa, y una apreciable prosperidad.
Como era un perfecto idiota joven de izquierda, también pensaba que era verdad la fabulosa teoría del imperialismo, y que Eduardo Galeano había escrito una crónica fidedigna del capitalismo y no un cuento chino. También creía que el Che Guevara era un héroe, y no un criminal que había extendido la violencia en muchos países y había contribuido a edificar y consolidar la más duradera dictadura de América, tan duradera que todavía dura.
Pero entre todas esas ideas, acertadas o equivocadas, y bastante vulgares, nunca figuró, repito, la noción de América Latina como un lugar pintoresco.
Los españoles, en cambio, sí lo pensaban, como los otros europeos, o incluso más, quizá como reacción ante las décadas durante las cuales habían soportado su propia caricatura por parte del resto de Europa ―ya se sabe, el estereotipo desde Carmen hasta Por quién doblan las campanas-. Y entonces comprendí, molesto, lo que estaba sucediendo: los españoles y europeos aceptaban en América Latina lo que en ningún caso habrían aceptado en sus propios países.
En efecto, les encantaba el Che Guevara, pero aquí no querían a nadie con una pistola que intentara cambiar el mundo y acabar con el capitalismo a tiros. No. Aquí querían, y quieren, apacibles regularidades burguesas: democracia, prensa libre, propiedad privada, y seguridad física y jurídica. Pero allí no. Si no había libertad de prensa en Cuba, bueno, pues tampoco era tan grave. Y si los terroristas dirigidos o inspirados por el Che Guevara y el régimen cubano asesinaban, bueno, pues, era aceptable e incluso plausible. Allí. Aquí no. Aquí a esa gente los llamaban terroristas, los perseguían, los juzgaban y los metían presos.
Todo era una detestable muestra de doble moral y desdeñoso paternalismo, como si los europeos tuvieran derecho a la paz, la justicia, la libertad y la democracia, pero los latinoamericanos no. Porque, ya se sabe, allí son muy pintorescos.
Lo más lamentable de este discurso mentiroso es cuando lo vemos reproducido en los latinoamericanos. Por ejemplo, la distorsión de la historia, como la fantasía de que América Latina es un continente que simboliza el fracaso, el atraso y la brutalidad.
La realidad, sin embargo, no avala tan lúgubre y generalizado diagnóstico. En la gran mayoría de los países latinoamericanos ha habido progresos en todos los sentidos, desde la economía hasta la política, desde el nivel de vida hasta los derechos y libertades. No digo, por supuesto, que un milagroso paraíso se extienda desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego. Tampoco digo que no haya habido fracasos: es evidente que en términos relativos la mayoría de los cubanos vivía mejor antes de la dictadura comunista que los explota desde 1959 que después, y que los argentinos tenían un nivel de vida comparativamente mejor antes del populismo que padecen que después.
No dibujo, por tanto, fantasías. Lo que digo es que, en balance, América Latina ha tendido a mejorar, con lo que no puede ser calificada como paradigma del fracaso o el atraso.
Posiblemente la más repugnante manipulación de la historia pintoresca del subcontinente sea el acostumbrado retrato de América Latina como un modelo de violencia y quebrantamiento de los derechos humanos. Otra vez, no estoy diciendo que allí todo haya sido paz y felicidad. Lo que digo es que los europeos no tienen ningún derecho a dar lecciones en ese terreno. Recuerdo que Ernesto Sábato contaba con amarga ironía que había sido entrevistado por un joven periodista alemán, que se escandalizó ante las miles de víctimas de la dictadura militar, y exclamó: «¡No es posible que eso haya sucedido en la Argentina! ¡Argentina es un país europeo!». Como si no hubiesen sido europeos los alemanes que asesinaron a seis millones de judíos.
En España pasa algo parecido, y muchos biempensantes creen que las tres mil víctimas del régimen pinochetista son el máximo exponente de la violencia política, pero no prestan atención a los más de siete mil curas y monjas asesinados en España antes y durante la Guerra Civil por el bando supuestamente «progresista».
Por desgracia, como digo, estas distorsiones se reproducen en América Latina y se retroalimentan en Europa, de modo tal que la izquierda en ambas orillas se afana en propagar la ficción, por ejemplo, de que no hubo más terrorismo que el de los militares. Si se acepta que también hubo otra violencia, de inmediato se la minusvalora, o incluso justifica.
Y así, el pintoresquismo se consolida en personajes como el ex juez español Baltasar Garzón, considerado emblema de la «justicia universal», porque persiguió a Pinochet. Como es bien sabido, jamás le tosió a Fidel Castro.
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