En los últimos tiempos he participado en no pocos intercambios en los que, casi de modo inexorable, alguien se pregunta si la sostenibilidad está perdiendo protagonismo en los entornos corporativos y la sociedad en general. La reiteración de esta pregunta me llevó a reflexionar sobre si realmente estamos ante un retroceso o si, por el contrario, lo que vemos son señales (en muchos casos contradictorias), de una realidad más compleja.
Mi visión es que la sostenibilidad dista de ser una tendencia efímera. Es más bien una necesidad lógica que, aunque pueda experimentar fluctuaciones (e inconsistencias) en el discurso y la atención mediática, está intrínsecamente ligada a la redefinición de la prosperidad a largo plazo.
Antes del comienzo del segundo mandato del presidente Donald Trump, Estados Unidos ya mostraba síntomas, en algún sentido desasosegantes, que anticipaban un retroceso en diversos ámbitos, especialmente en sostenibilidad, gobernanza democrática y fractura del orden internacional y el multilateralismo. La nueva Administración Trump, sin embargo, puede verse como una manifestación aguda y estruendosa, desde luego no inocua, de un síndrome más profundo que ya se había instalado con anterioridad: el debilitamiento de la cultura democrática, la proliferación de la desinformación, la expansión del populismo, el ascenso de la autocracia y el unilateralismo, el neoproteccionismo económico, el enfoque transaccional en la diplomacia internacional y diversas formas de intolerancia hacia grupos de ciudadanos. La nueva Administración Trump no creó estos problemas, pero se convirtió en una expresión paradigmática de todos ellos.
Uno de los indicadores previos a este retroceso, particularmente en relación con la sostenibilidad, fueron los litigios planteados por diversas empresas y estados norteamericanos contra regulaciones basadas en métricas ESG (Environmental, Social and Governance), vistas como excesivas y potencialmente perjudiciales para la competitividad corporativa. Entre los casos más emblemáticos se encuentran Kentucky Bankers Association vs. Kentucky Attorney General, la demanda colectiva de once estados contra gestores de activos, litigios empresariales contra la Climate Change Superfund Act de Nueva York, y la controversia del American Sustainable Business Council frente a la ley Anti-ESG de Texas.
Otra señal notable fue la decisión adoptada en agosto de 2023 por Standard & Poor’s Global Ratings de detener la publicación de indicadores específicos basados en criterios ESG, originalmente introducidos en 2021. Aunque inicialmente interpretada como un retroceso, S&P aclaró que su intención era integrar indicadores más robustos y detallados cuantitativamente, reafirmando el papel crucial de la sostenibilidad en su metodología de evaluación de riesgos crediticios.
La posición ambivalente de BlackRock, el gestor de activos más grande del mundo (con 11,6 billones de dólares gestionados), también refleja esta complejidad. Tras ser uno de los abanderados de la sostenibilidad desde 2020, cuando su CEO destacó los riesgos del cambio climático en una influyente carta abierta, BlackRock se unió a la Net Zero Asset Managers Initiative, pero abandonó dicha iniciativa en enero de 2025, indicando una creciente tendencia hacia el escepticismo respecto a la agenda ESG.
La reelección de Trump intensificó estos retrocesos. Su primer mandato se destacó por más de cien regulaciones que debilitaron significativamente la política ambiental y la autoridad de la Environmental Protection Agency (EPA), además de solicitar en este caso la salida del Acuerdo de París, en el marco de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (UNFCCC). En su actual mandato, esta línea se profundiza con nuevas órdenes ejecutivas que promueven la deforestación, el retorno del uso de plásticos de un solo uso en zonas protegidas y la revocación de incentivos para vehículos eléctricos.
Sin embargo, también es cierto que existen fuerzas contradictorias en EE.UU. Estados como California o empresas que buscan mantener altos estándares sostenibles, muchas veces por presión competitiva externa, generan un contrapunto relevante. Particularmente destacada fue la aprobación de la llamada Inflation Reduction Act impulsada por la Administración Biden en 2022, con un paquete fiscal de casi 400.000 millones de dólares destinados a aumentar la sostenibilidad en el tejido productivo estadounidense. Esta política generó inicialmente expectativas de una sana competición con la Unión Europea por liderar la sostenibilidad global, pero, con el tiempo, derivó en procesos de desinversión y deslocalización de actividad de importantes compañías europeas hacia Estados Unidos (Mercedes, BWM, Enel, Holcim…), atraídas por subsidios verdes de acceso más ágil que el proporcionado por el Recovery and Resilience Facility de Next Generation EU, de facto el primer presupuesto federal de la Unión Europea.
El presidente Trump emitió una orden ejecutiva que congeló temporalmente el desembolso de los fondos asignados bajo la Inflation Reduction Act (IRA). Esta acción formó parte de una iniciativa más amplia destinada a reevaluar el gasto federal en proyectos climáticos y energéticos aprobados durante la administración anterior. Sin embargo, varios jueces federales emitieron autos judiciales cautelares bloqueando el intento de la administración de retener estos fondos, argumentando preocupaciones sobre el exceso de autoridad del poder ejecutivo y la interrupción de procesos constitucionalmente establecidos.
Hay, en todo caso, un problema adicional para la UE: la carga administrativa y la hiperregulación, que varios informes, incluido el conocido Informe Draghi sobre el futuro de la competitividad de la UE, señalan como lastres importantes para la competitividad de este continente. La reciente simplificación normativa propuesta en los paquetes Ómnibus (26 de febrero de 2025), apunta directamente a regulaciones ambientales clave, incluyendo la Directiva sobre Informes de Sostenibilidad Corporativa (CSRD), que podría ver cambios cruciales antes de su aplicación obligatoria prevista inicialmnete para este mismo año. Asimismo, la Taxonomía de Inversiones Sostenibles, fundamental para reorientar flujos de capital hacia actividades sostenibles y en la cual participo activamente en materia de agua, ha logrado mantener su carácter vinculante pese a las presiones para convertirla en un instrumento voluntario.
A pesar del creciente escepticismo, retardismo y negacionismo en torno a la sostenibilidad, sigo convencido de que el discurso prevalecerá. No por voluntarismo naíf ni por una posición dogmática; tampoco porque sea simplemente una decisión racional, sino porque constituye una necesidad lógica. Los riesgos físicos derivados de la insostenibilidad y los riesgos de transición asociados a nuestras respuestas se han convertido en riesgos financieros materiales. La sostenibilidad, en un terreno corporativo, ya no es un debate limitado a la figura de un o una Chief Sustainability Officer, sino una prioridad estratégica que involucra directamente a CFO (Chief Financial Officer) y CEO (Chief Executive Officer). En definitiva, la sostenibilidad es hoy un factor indispensable para la competitividad y relevancia de Europa en un escenario geopolítico y geoeconómico cada vez más complejo y desafiante y también un esfuerzo imprescindible para redefinir qué entendemos por ser prósperos.
Sobre el autor: Gonzalo Delacámara es Top 100 conferenciante Thinking Heads en Política, economía y sociedad, así como experto global en gestión económica de recursos naturales y adaptación al cambio climático.
Créditos de imagen: Sunira Moses (Unsplash).
Experto global en gestión económica de recursos naturales y adaptación al cambio climático.
Consultora especializada en el posicionamiento estratégico y gestión de la influencia de organizaciones y líderes.
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