La historia nos enseña que los grandes conflictos y las guerras se han producido por disputas nacionalistas, ideológicas o religiosas.

El siglo XXI parece haber dejado atrás los conflictos bélicos movidos por cuestiones nacionalistas, aunque aún existen en Europa del Este y también en otros lugares del mundo, de modo que no podemos ignorarlos definitivamente. Y el siglo XXI, después de los excesos del XX en este sentido, parece igualmente haber dejado atrás los conflictos bélicos por razones ideológicas.

En nuestro tiempo, los conflictos, la violencia y el terror son ejecutados en nombre de la religión, de la fe. Aunque nada niegue más la fe —cualquier fe— que la violencia, y aunque matar en nombre de un Dios sea sólo eso, matar, asesinar.

En nombre de la religión, banalizando el nombre de Dios, se produjo la masacre del 11 de Septiembre de 2001 en Nueva York, la del 11 de marzo de 2004 en Madrid, la del 7 de julio de 2005 en Londres o, más recientemente, el atentado contra Charlie Hebdo en París o el de Copenhague.

No hay duda de que el fanatismo religioso salvaje representa hoy la mayor amenaza para la estabilidad y la paz en el mundo. Supone un riesgo creciente para la buena convivencia en nuestras sociedades plurales, multiculturales y diversas, como lo ponen de manifiesto los episodios de islamofobia y de antisemitismo que se dan en algunos lugares de Alemania, Francia, Reino Unido y otras grandes naciones europeas.

Aunque no, por fortuna, en mi país ―permítanme que lo subraye―, dónde tras el brutal atentado de 2004, que causó 192 muertos, además de ser apresados y condenados sus responsables de acuerdo con los procedimientos propios del Estado de Derecho, la sociedad española, con la contribución de las confesiones religiosas, supo conjurar la tentación de extender injustamente sombras acusatorias sobre las minorías.

La pluralidad ideológica, religiosa y, más ampliamente, cultural que enriquece las sociedades en las que vivimos es posible día a día por asentarse en comunidades de derechos, en las cuales compartimos el fundamento de la tolerancia y de la diversidad de la que disfrutamos. Ser comunidades de derechos, seguir siéndolo, ejercer con plenitud las libertades civiles como ciudadanos europeos, es lo que de ningún modo podemos cuestionar o permitir que se cuestione. Y para lo que hemos de reclamar el apoyo activo de todos.

Lo que propongo es sacar todas las consecuencias de las causas de esta violencia creciente, que las confesiones religiosas se comprometan activamente con la paz, que trabajen para prevenir las agresiones, que condenen rotundamente el terror y que cooperen entre ellas con tales fines. Y que dispongan de un cauce institucional para hacerlo.

Si los crímenes se perpetran en nombre de la religión, seguramente no hay nadie mejor que sus representantes para luchar contra el odio, la venganza y la violencia.

El fanatismo religioso sólo puede combatirse eficazmente desde la propia fe religiosa. Al creyente sectario y fundamentalista sólo puede transformarle el creyente moderado y espiritual. Es necesario que las religiones instituidas en el mundo hagan un esfuerzo histórico para lograr la paz.

La propuesta que le he hecho llegar en este sentido al Secretario General de Naciones Unidas Ban Ki-moon plantea que, en el ámbito de la Alianza de Civilizaciones, se cree un Consejo de las Religiones por la Paz que combata, desde la autoridad de la fe, el uso de la violencia religiosa en cualquier parte del mundo y bajo cualesquiera circunstancias.

Este Consejo debería estar integrado únicamente por autoridades religiosas, para tener interlocución con Gobiernos y fuerzas políticas nacionales y transnacionales.

Habría de contar con la implicación —en la medida en que las estructuras de cada religión lo permitan— del más alto rango jerárquico de cada fe. Se mantendrá siempre la neutralidad interreligiosa: no es un foro para discutir la fe ni para expandirla o combatirla, sino únicamente para reclamar el sentido radicalmente pacifista inherente a cualquier hecho religioso.

El Consejo de las Religiones para la Paz debería integrar, al menos, a representantes de las cinco grandes religiones: el islamismo, el cristianismo, el judaísmo, el hinduismo y el budismo.

No es una iniciativa radicalmente nueva. En octubre de 1970 se reunió en Kyoto por primera vez la Conferencia Mundial de Religiones por la Paz (WCRP). Esa Organización No Gubernamental, con sede en Nueva York y acreditada ante las Naciones Unidas, ha tratado durante más de cuatro décadas de fomentar el diálogo interreligioso. Su larga experiencia puede servir de germen para crear, dentro de las Naciones Unidas, un Consejo de las Religiones por la Paz que eleve el rango institucional y desarrolle un programa ambicioso de reivindicación de la fe en el marco de la convivencia pacífica. Un Consejo que descalifique de raíz el empleo de la violencia religiosa bajo cualesquiera coartadas morales.

Asimismo, propongo asociar la creación de este Consejo a la revisión de los Objetivos del Milenio de 2015, en el bien entendido de que la paz y la convivencia interreligiosa son pilares necesarios para la consecución de éstos. No se podrá erradicar el hambre, ni evitar la mortalidad infantil, ni promover la igualdad entre los sexos, ni existirá desarrollo económico sostenible, si antes no se ha conseguido evitar el enfrentamiento descivilizador de las luchas religiosas. No se podrá cumplir cabalmente ninguno de los Objetivos del Milenio si antes no logramos la paz.

El riesgo de que la invocación espuria de la fe religiosa siga alentando y justificando el terror y envenene la convivencia en las ciudades es mayor que nunca en los tiempos modernos, y nos devuelve de hecho a algunas de las etapas más negras de la historia de la humanidad.

Reclamemos, para conjurarlo, la contribución activa de todos, pero sobre todo de las confesiones religiosas cuya fe algunos esgrimen e instrumentan para causar tanto dolor.