En 2007, Carlos Fuentes marcó las fronteras que tenía la patria de los hispanohablantes: vivimos en el Territorio de la Mancha, dijo. Desde entonces, esa expresión afortunada ha sido repetida miles de veces para designar el espacio sentimental, histórico y lingüístico del idioma español y de quienes lo hablan.
Pero la patria de La Mancha, como tantas patrias en nuestra época convulsa, sufre de raquitismo y de desunión. No es un fenómeno nuevo, pero quizá se ha acentuado en los últimos tiempos. Lo de Bolivia se ignora en México, y de Chile no se sabe nada en España. Las fronteras nacionales, que según se nos había anunciado desaparecerían en esta era de globalidad y de ciberespacio, se han reforzado. Los libros no las atraviesan, necesitan pasaportes y visados laboriosos que pocas veces se conceden.
El año pasado fui invitado al festival literario Centroamérica Cuenta, organizado por Sergio Ramírez en Nicaragua, y pude comprobar de primera mano el desconocimiento mutuo que hay entre las literaturas de los diversos países. Gioconda Belli, Castellanos Moya, Ernesto Cardenal o Rodrigo Rey Rosa, además del propio Ramírez, son conocidos en todo el Territorio de la Mancha, pero el resto de los escritores que participaban en el encuentro apenas han conseguido traspasar sus fronteras nacionales y eran entre ellos mismos desconocidos.
En 2014 ganó el Premio Planeta en España Jorge Zepeda Patterson, un autor mexicano del que la mayoría de hispanohablantes —y hablo de los hispanohablantes cultos, no de aquellos que ni siquiera se acercan a las librerías— nunca habíamos oído hablar, salvo por supuesto los mexicanos.
Los ejemplos podrían ser infinitos y abundar siempre en la misma dirección: la lengua, que es la primera herramienta que crea comunidad, no está sirviendo para derribar el provincianismo endémico del mundo hispánico. No está abriendo los canales de hermanamiento social que serían deseables.
La cultura es, antes que nada, un modo de identidad, un retrato de lo que somos. Pero es también una palanca económica. No sólo existe la industria del español —cursos de idiomas, negocio editorial, periodismo, oficios de la cultura, etcétera—, que aunque resulta relativamente pequeña en el Producto Interior Bruto (PIB) de cada país, tiene importancia en puestos de trabajo y en generación de riqueza meramente económica. Existe también la industria en español: el flujo que se genera en todos los sectores económicos entre empresas que hablan una misma lengua, que comparten un mismo universo histórico y que modulan a través de las palabras un pensamiento común.
Que las novelas de un escritor ecuatoriano o uruguayo no sean leídas en Argentina o en Colombia no es por lo tanto únicamente una gran pérdida para los lectores del español, sino también el síntoma de un desarreglo cultural que trae otros lastres de todo tipo. Latinoamérica —incluyendo en ella a España— no acaba de despegar en todos los órdenes sociales y económicos porque no acaba nunca de formar una comunidad compacta y sólida que, respetando las particularidades de cada país, camine con el mismo paso.
Los expertos futuristas nos anuncian que en poco tiempo la mayor parte de los trabajos que conocemos hoy desaparecerán. Las cadenas de montaje de un coche están ya robotizadas. Donde antes se necesitaba un equipo de ingenieros que diseñaran el modelo y el motor, ahora basta con unos pocos, y dentro de poco quizá con uno que supervise el cerebro de la máquina. Tampoco harán falta conductores, si los experimentos de Google con su coche fantástico triunfan, como parece anunciarse. Las finanzas, la industria alimentaria, la industria pesada e incluso una buena parte de la turística siguen por el mismo rumbo.
Lo que nadie ha anunciado aún es que vayan a ser sustituidos los novelistas, que en ese mundo quizá distópico sean más necesarios que nunca. Y lo que al parecer tampoco desaparecerán serán las lenguas: el inglés, el chino y el español se repartirán en el mundo. ¿No es quizás ahora el momento de apostar por la literatura y por derribar con ella las fronteras?
Resulta difícil decir quién debe cargar con la tarea, pero en esa reivindicación del Territorio de la Mancha como una única patria, tienen un papel fundamental los grandes grupos editoriales, que han convertido sus provincias en reinos de taifas, y los gobiernos, que siguen creyendo que los libros son un adorno aristocrático excusable. Centroamérica Cuenta, el festival literario del que hablaba más arriba, que se celebra en Nicaragua cada año por empeño de Sergio Ramírez para derribar esas fronteras que no deberían existir, cuenta sobre todo con dos patrocinadores: el Instituto Goethe alemán y la Alliance Française. ¿Son necesarias más pruebas?
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