Se ha asentado una idea con mucha fuerza: la innovación proviene de emprendedores visionarios que, con la ayuda del capital riesgo, son capaces de inventar nueva tecnología, cambiar el mercado y, finalmente, el mundo. Sólo hay un pequeño problema: no es cierto. Es el Estado y el Gobierno quienes han jugado el papel más relevante en la innovación. Negarlo supone, probablemente, el mayor riesgo para la propia innovación.

Claves

  • La idea de cómo funciona el proceso de innovación está sesgada y no es realista: hay que romper diversos mitos sobre la innovación.
  • Los emprendedores juegan un papel importante, pero el Estado y los gobiernos también.
  • El Estado no sólo gestiona problemas de mercado y regula, sino que también es emprendedor y se arriesga. Todos los grandes avances parten de financiación pública.
  • Es necesario establecer modelos para que el Estado reciba su retorno de la inversión.

La idea del emprendedor innovador, que se enfrenta a los que dicen “¡eso no es posible!”, encerrado sólo en una habitación y con una buena idea es una imagen recurrente, pero lejana al modo en el que realmente funciona la innovación, según indica Janessa Lantz. Nos encontramos con varios mitos sobre la innovación.

Mito 1: El Estado frena a la innovación

La innovación necesita emprendedores. Y capital riesgo. Pero el actor más importante –y, a la vez, más vilipendiado– es el Estado. Los gobiernos financian investigación y han sido básicos para el desarrollo de las tecnologías más relevantes en las últimas décadas: desde los microprocesadores a los satélites, los algoritmos de búsqueda a los sensores… Internet fue ideado por un proyecto de DARPA (Defense Advanced Research Proyects Agency, organismo militar americano) y el CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire) .

Como indica la economista Mariana Mazzucato –autora de El Estado emprendedor– en una conferencia para TED, frente a la imagen positiva, fresca, innovadora, flexible y abierta de los emprendedores y de los inversores de riesgo, el Estado/Gobierno se ha presentado –desde la década de 1970– como una institución burocrática, poco creativa, mastodóntica e incapaz de innovar y, mucho menos, de adoptar riesgos. Pero esto, como hemos visto, no es así.

Como ella misma indica en una entrevista para el Times Higher Education, el mayor error en las políticas de innovación es definir la innovación como aquello “que ocurre cuando el estado se quita de en medio”. Es justo lo contrario: todos los avances revolucionarios –Internet, biotecnología, nanotecnología, las energías verdes- fueron financiados por el sector público.

Mito 2: El Estado sólo debe gestionar problemas

Como indica Mazzucato, en Europa tradicionalmente nos preguntamos ¿dónde están nuestros googles y facebooks? ¿Dónde están nuestros silicon valleys? La narrativa suele ser que, entre otros aspectos, el gobierno lo único que debería hacer es “solucionar los problemas” como proporcionar educación a la población y dejar el resto a los revolucionarios. Son aquellos los que innovarán. Pero no es así. Como indica su propia investigación, el 75% de los medicamentos revolucionarios –aquellos que desarrollan una nueva molécula o compuesto activo, frente a mejoras incrementales– están financiados por el Estado.

Así que el Estado, más que arreglar el los problemas del mercado, le está dando forma e, incluso, actuando como un agente de capital riesgo. Y no sólo en la ciencia básica –el típico bien público– sino también en la aplicada. Así que el Estado no es sólo necesario pero aburrido –y a veces peligroso- y presentarlo así va en contra de lo que necesita el capitalismo dinámico, esto es, una cooperación público-privada en igualdad de condiciones.

Mito 3: Los retornos de la inversión del Estado se realiza vía impuestos

Si el Estado es algo más, da forma mercado y toma riesgos… ¿Qué pasa con la recompensa? Para algunos, la respuesta son los impuestos y el trabajo que las nuevas empresas, sectores o tecnologías crean. Ahí, múltiples tipos de impuestos emergen y suponen el retorno de su inversión.

Pero esto no es tan cierto: con la globalización los empleos se van a otros países o las nuevas y grandes empresas que surgen pagan menos impuestos de los que deberían –aunque sea legalmente–. La pregunta entonces es: ¿Por qué el Estado no retiene alguna participación en las empresas a las que financia? Esto ya ocurre en ciertos países. Por ejemplo, Sitra y Tekes, el fondo y agencia para la innovación finesa, respectivamente, mantuvieron una participación en Nokia. O el Banco de Desarrollo Brasileño –que invierte en energías limpias– mantiene acciones en las empresas que financia. Imaginemos los recursos que el Estado tendría en el caso de actuar de esta manera.

¿Un problema de narrativa?

Como indica Adam Rogers en Wired, cuando los gobiernos deciden recortar en investigación, desarrollo o en proyectos a largo plazo, lo que se está limitando no es sólo la ciencia de hoy, sino también la del mañana. Como ha demostrado la historia reciente, es imposible saber las consecuencias de investigaciones aparentemente inútiles en el futuro. Cuando Einstein desarrolló la teoría de la relatividad en 1905 nadie se imaginó que sería posible el GPS. O cuando Tim Berners-Lee pensó un modo que permitiese comunicarse a los físicos en la World Wide Web nadie se imaginó Facebook.

Pero ya en 1945, el entonces Director de la Oficina de Investigación Científica y Desarrollo de los Estados Unidos, Vannevar Bush, escribió el informe, ‘Ciencia: la frontera interminable” en el que se sentaban las bases de la Fundación Nacional de la Ciencia (NSF por sus siglas en inglés), el máximo organismo de financiación de la investigación. La idea de fondo era clara: fue la ciencia la que ganó la Segunda Guerra Mundial –la bomba atómica, el radar, la penicilina, los textiles sintéticos– . Y la ciencia significa nueva tecnología, nuevos trabajos y una economía más grande.

El gran problema es que hemos adaptado la narrativa de la innovación como algo dirigido por el capital riesgo y los emprendedores. Y nos hemos olvidado del papel enorme que ha jugado el gobierno en múltiples empresas, desde Apple, Tesla, Google y muchas más. Y es esta omisión lo que supone el mayor riesgo para la innovación. Porque frente al capital riesgo de hace 60-70 años, ahora el grueso de esta inversión privada se realiza para financiar empresas que proporcionan beneficios. El riesgo es menor.

Como indica el profesor de Stanford Steve Blanck, “corremos el riesgo de quedarnos sin nueva tecnología –5 años, a lo mejor 10– entonces la compraremos de China. El siguiente estrato de innovación vendrá de la investigación básica.”

Hacia una nueva narrativa

En definitiva, el Estado, los Gobiernos y las instituciones públicas han jugado y siguen teniendo un papel fundamental en la innovación, tanto en la ciencia básica como en la aplicada. Pero también es cierto que los emprendedores y los inversores privados son cruciales para el despegue, desarrollo y uso práctico de las innovaciones.

No se trata, por tanto, de decir que es únicamente el gobierno –o los emprendedores– los que realmente innovan. La idea principal, el cambio de narrativa necesario, es mostrar la importancia de la cooperación entre los diversos actores y la creación de ecosistemas. Y, por la parte del Estado y del Gobierno, ser capaces de pensar mecanismos para que el riesgo que el Estado corre financiando ciertas investigaciones –gastos que lleva a cabo la sociedad, al fin y al cabo– tenga también su recompensa. En un período de reducción de presupuestos y recursos de los Estados, pensar el Estado como emprendedor, como dice Mazzucato, puede proporcionar ideas innovadoras.