José Antonio Marina. Filósofo y ensayista. Experto en valores e inteligencia aplicada a las organizaciones.
Del carácter global de la epidemia podemos sacar muchas enseñanzas. Una de ellas es la interconexión a diferentes niveles -sociales, políticos, económico, educativos, sanitarios, etc.- de todo el planeta. Otra, los peligros del egoísmo personal o nacional. Un ejemplo, la atención sanitaria universal no es un mero movimiento altruista, sino una protección benefactora para todos los ciudadanos. La estructura estatal -y supraestatal- de los sistemas de detección, prevención y tratamiento son imprescindibles para el bienestar individual. Comprender esta interacción de lo individual y lo social, de la “felicidad pública” y de la “felicidad privada”, es imprescindible para comprender la estructura moral y política de nuestra vida personal. Si defendemos la democracia es porque es el sistema más eficaz para promover la “felicidad pública” y, a través de ella, la “felicidad personal”.
En este momento, sin embargo, necesitamos repensar la democracia. Es lo que hace Daniel Innerarity en su último libro – Una teoría de la democracia compleja-, en el que sistematiza temas que había tratado en sus obras anteriores. En especial, el desfase que hay entre el saber político y la complejidad de la realidad social. Ya lo estudió al interpretar la crisis económica. Una de sus causas fue que la política y el derecho han perdido “competencia cognitiva” para estar a la altura de la innovación económica. Por eso, el sistema financiero aparece como más inteligente, dinámico y difícil de controlar. Lo mismo podríamos decir respecto de la tecnología: la competencia cognitiva política se ha quedado obsoleta. En el mundo contemporáneo -decía en La democracia del conocimiento, – crece el saber que se usa, pero no se entiende.
En el holograma Niveles de comprensión”, comenté la preocupación de Daniel Dennet, porque se haya extendido la idea de que no hace falta comprender. El usuario es cliente de la simplicidad. “Paradójicamente -dice Innerarity-, esta sumisión supone un enorme incremento de nuestra libertad. Poder usar mas de lo que comprendemos significa que gracias a la técnica estamos liberados de pensar y decidir a cada paso. En última instancia, lo que la tecnología hace es introducir un automatismo que no es interrumpido por la decisión, como señaló Luhmann”. Creo que esta “libertad sin decidir” es en realidad un simulacro de libertad. Tim Harris, experto tecnólogo, escribe «Puedo ejercer control sobre mis dispositivos digitales, pero no puedo olvidar que al otro lado de la pantalla hay un millar de personas cuyo trabajo es acabar con cualquier asomo de responsabilidad que me quede».
Innerarity se vuelve hacia el ciudadano: “La incompetencia de los gobernantes, como advirtió Durkheim, suele ser un reflejo de la incompetencia de los ciudadanos. ¿Es posible adquirir una capacidad que permita a la ciudadanía ejercer las funciones que se esperan de ella en una democracia. ¿Cómo vamos a fiarnos de la votación de los ciudadanos cuando al mismo tiempo que les pedimos el voto afirmamos que no entienden aquello sobre lo que están votando? Y a continuación se pregunta qué es lo que hay que saber en una democracia, una pregunta a la que tuve que responder cuando escribí los libros de texto de “educación para la ciudadanía”. Puesto que el nuevo gobierno parece que va a resucitarla, me parece pertinente plantear de nuevo el tema.
Innerarity propone como objetivo de la educación ciudadana la formación del juicio individual, las estrategias de simplificación, el recurso a los expertos. Añade el fortalecimiento de la inteligencia colectiva, es decir, separa con razón el nivel individual del compartido. En el individual, lo importante es conocer la “lógica de la política”. “La formación política no es tanto la acumulación de informaciones como la conciencia de la naturaleza contingente y compleja de la política. Lo principal que hay que haber aprendido es que el saber político es una opinión y no un saber apodíctico, que forman parte de él no solo los hechos verificables, sino también las interpretaciones, percepciones y convicciones de los diferentes grupos sociales, una pluralidad de narrativas, tradiciones y visiones del mundo”. La inteligencia colectiva se basa fundamentalmente en el aprendizaje de la cooperación.
Lo que parece indudable es que los sistemas políticos tienen que aprender, y tienen, además, que favorecer el aprendizaje de los ciudadanos. En La guerre des intelligences, Laurent Alexandre critica la desincronización de la política respecto de las realidades sociales, económicas y tecnológicas. La política -concluye- no está aprendiendo a la suficiente velocidad. Philip Tetlock, en su análisis sobre el juicio político de los expertos, se alarma ante la parálisis de las ideologías:” Los sistemas de creencias políticas corren permanentemente el riesgo de convertirse en cosmovisiones que se autoperpetúan, con sus propios (e interesados) criterios para juzgar y asignarse puntuaciones, con sus reservas y analogías históricas y con sus propios panteones de héroes y villanos”. Esta situación de blindaje ideológico de los partidos tradicionales, me hizo pensar en la necesidad de un partido de centro, una de cuyas características esenciales sería el compromiso de aprendizaje continuo.
Desde la economía también se insiste en la necesidad de aprender, como muestra el libro de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, Creating the Learning Society. El primer capítulo de su obra se titula “La revolución del aprendizaje”. “El desarrollo –indica– exige aprender a aprender”. “Crear una dinámica sociedad del aprendizaje tiene muchas dimensiones; los individuos tienen que tener la actitud y las habilidades para aprender, tiene que haber alguna motivación para hacerlo. El conocimiento es creado por individuos que trabajan en organizaciones, y lo transmiten a otros dentro de organizaciones. Pero la extensión, facilidad, y rapidez de la transmisión del conocimiento es uno de los aspectos fundamentales de la sociedad del aprendizaje”.
Llevo mucho tiempo estudiando la inteligencia individual y la inteligencia compartida, el talento personal y el talento de las organizaciones, las instituciones, las sociedades, y creo que hay algunos factores que quedan fuera del análisis de Innerarity. Al hablar de “inteligencia colectiva” conviene distinguir dos aspectos. Uno, subjetivo. Otro, objetivo. El subjetivo tiene que ver con capacidades individuales para pensar conjuntamente: inteligencia cooperativa, trabajo en equipo, interacciones eficientes y estimulantes, etc.
El objetivo tiene que ver con los instrumentos que una cultura proporciona a sus miembros en un momento dado. Es lo que se denomina “capital social” de una comunidad. Es el conjunto de valores compartidos, el modo de resolver conflictos, la confianza en las instituciones, el sistema inmunológico social para detectar y desactivar elementos patógenos, la voluntad de soluciones win-win, el fomento de las externalidades positivas y el control de las negativas, etc. Ambos niveles – subjetivo y objetivo- se mueven en bucle, interactuando continuamente. El capital social amplía las posibilidades de los ciudadanos, y la acción de los ciudadanos aumenta o disminuye el capital social. Como estudió James Coleman, el éxito de los sistemas políticos y educativos depende en gran parte del capital social de una comunidad. Este es el tema que traté en Las culturas fracasadas.
Es evidente que, si hemos entrado en la Sociedad del aprendizaje, los sistemas educativos, en toda su amplitud, adquieren una importancia esencial. Tal como veo las cosas, sin embargo, Innerarity tiene una idea demasiado epistémica, cognitiva, de la política. Cree que lo importante es que el político, el ciudadano, las instituciones, las organizaciones, sepan. Nadie puede negarlo, pero, como expongo el Proyecto Centauro, de próxima aparición, lo importante no es el conocimiento, sino la acción o, mejor dicho, la interacción. La política es toma de decisiones, sin duda, pero también realización de esas decisiones.
La pregunta que me parece esencial es ¿a qué tipo de ciudadano confiaría mi futuro? La casualidad ha hecho que estos días, alternando con el de Innerarity, haya leído el voluminoso Mapas de sentidos, de Jordan Peterson. También quiere comprender la historia, pero piensa que para ello tiene que comprender la aparición del Mal. Lo expresa de esa manera un poco anticuada para darle una grandiosidad mítica. Los horrores nazis no fueron un fracaso epistémico, no fue un fallo de información. Los jerarcas entendieron muy bien cómo funciona la mente de los individuos y de las colectividades, por eso pudieron manipularlos con tanta eficiencia. Al pensar en el “buen ciudadano” no basta pensar en el ciudadano bien informado, sino en el que ha adquirido las “virtudes ciudadanas”. Las virtudes no son, por supuesto, solo morales. Las hay también intelectuales. Para los filósofos clásicos, por ejemplo, la “ciencia” no era un conjunto de conocimientos, sino una “virtud”, un hábito operativo que capacitaba para buscar con rigor el conocimiento. La información era el material inerte con que trabaja. Lo mismo sucede con la justicia. No es la promulgación de leyes, ni la obediencia a un sistema normativo: es una virtud que busca una buena resolución de los conflictos.
La política también es una virtud, es decir, el hábito de pensar, sentir, decidir y actuar de una manera determinada. Resulta interesante repasar los estudios clásicos sobre la “prudencia”, como gran virtud del político. No tenía nada que ver con la cautela, sino con la capacidad de aplicar los principios generales a los casos particulares. La frónesis aristotélica era la culminación de la inteligencia práctica, la más alta y necesaria para las sociedades.
Por cierto, en su Política Aristóteles denuncia las artimañas que utiliza el tirano para preservar su poder: “Envilecer el alma de sus súbditos, porque un hombre pusilánime es incapaz de rebelarse”. ” Sembrar entre ellos la desconfianza” y, en tercer lugar, “empobrecerlos”.
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