La caída del muro de Berlín en 1989 impulsó un debate por orientaciones de los gobiernos progresistas. El colapso del sistema soviético generó un replanteamiento entre los socialdemócratas y progresistas sobre cómo acercarse al nuevo orden mundial caracterizado por la globalización, la revolución de las nuevas tecnologías de información y complejos cambios sociales que dieron paso a una sociedad posmoderna más diversa.
La renovación se dio a través de la llamada Tercera Vía que dio forma a estas discusiones y centró su desafío en identificar cómo las políticas públicas podrían combinar las capacidades del Estado; de los grupos sociales y la sociedad civil con las fuerzas del mercado. Esto implicaba no sólo un conjunto nuevo de políticas, sino también una nueva forma de hacer política progresista. Estos retos dieron origen a la primera reunión de políticas progresistas de los gobernantes de Estados Unidos, Italia, Reino Unido, Brasil, Francia y Alemania en Florencia en 1999 y a sucesivos encuentros en los cuales se incorporaron Chile, Suecia, Nueva Zelanda, entre otros, en lugares como Poznan (un pequeño pueblo cerca de Berlín), Estocolmo y Londres. Las discusiones en estos encuentros se caracterizan a menudo por un intenso debate sobre cómo fortalecer las instituciones democráticas, estimular un mayor crecimiento y mejorar la justicia social. Este fue el progresismo en acción.
Hoy, en 2015, el mundo ha cambiado y muchos temas globales han tenido lugar. La crisis económica mundial de 2008 ha impuesto un importante reto para la política progresista, instalando profundas interrogantes sobre una ideología neoliberal que favorece la desregulación de la economía, permite que el sistema financiero se autorregule y permite que un capitalismo salvaje se extienda por todo el mundo. Después de la crisis, todos los líderes políticos ―desde el presidente Bush al presidente Obama; del presidente Sarkozy al presidente Hollande― rechazaron la idea de la autorregulación de los mercados financieros.
La crisis económica mundial, tal como lo hizo la caída del Muro de Berlín en el siglo pasado, impulsó en el sector progresista a una importante reflexión sobre el sistema económico internacional que regía. Como primera respuesta, irónicamente el presidente conservador George W. Bush llamó a la primera reunión de líderes del G-20 en septiembre de 2008. Estaba claro que el G-7 (o 8 con Rusia) ya no era capaz de responder a la crisis de manera autónoma. Ahora, la participación de los líderes de las economías emergentes era fundamental.
Del mismo modo que había una necesidad de crear una nueva institucionalidad, se imponía la intención de generar un consenso activo sobre cómo responder. La Cumbre del G-20 en Londres de 2009, liderada por el primer ministro Gordon Brown ayudó al mundo a evitar la depresión, consensuando sobre la necesidad de reactivar rápidamente la economía con nuevos flujos de capital. Al G-20 le tomó sólo 30 minutos llegar a un acuerdo para elevar las reservas de capital del FMI de US$ 250 mil millones a US$ 750 mil millones.
Sin embargo, fue en la siguiente reunión del G-20 en Pittsburgh cuando este consenso comenzó a desmoronarse. Surgieron diferencias sobre las estrategias de cómo seguir y la falta de una visión progresista común se hizo evidente. Mientras el presidente Obama hacía hincapié en la necesidad de reactivar la economía a través de inversiones similares al enfoque de Roosevelt para el New Deal; en Europa se afianzaba una política de austeridad. Los socialdemócratas, al menos en Europa, habían perdido el argumento.
Mirando hacia atrás, es difícil de determinar por qué la colaboración que parecía tan obvia en Florencia y Poznan no fue posible después de la crisis ¿Por qué los progresistas no utilizaron la crisis como una oportunidad para expresar su opinión?
Siete años después de la crisis económica global, no debería sorprendernos que todavía no estemos ante una recuperación económica completa, la que habría requerido una solución inequívocamente progresista. La ausencia de una respuesta socialdemócrata a la crisis, impulsa una pérdida de legitimidad en las instituciones democráticas y alimenta la ira y la alienación de un populismo peligroso en la extrema izquierda y la derecha. Por esto, de cara al futuro, esperamos que una nueva generación de progresistas europeos dirigidos por Matteo Renzi y Manuel Valls tenga éxito donde otros han fracasado e implementen políticas que disminuyan las desigualdades y paguen los enormes déficits que se han acumulado a través del estancamiento económico. Es hora de un nuevo enfoque en Europa.
Del mismo modo en América Latina, las respuestas de ayer son ineficaces para los retos actuales y del futuro. En los últimos 20 años, América Latina ha experimentado profundos cambios en su economía y su tejido social. Chile es un ejemplo elocuente de lo que ocurre en Brasil, Perú y en otros países del continente. Entre 1990 y 2010 no sólo se consolidó la democracia sino que la proporción de personas que viven bajo la línea de la pobreza se redujo de 40% a sólo el 10%. Durante el mismo período, el ingreso bruto per cápita aumentó de aproximadamente de US$ 5.000 a US$ 20.000, pero sin mejorar los niveles de desigualdad. Al mismo tiempo, surgió una nueva clase media emergente con amplio acceso al crédito y a la educación superior. Esta clase media es una oportunidad para la región y el mundo, dado que ofrece una base de consumidores de bienes y servicios locales e internacionales, Sin embargo, si los progresistas no dan respuestas a sus necesidades de mejores servicios públicos y de crecimiento económico, esta oportunidad puede perderse.
En todo el mundo hay nuevos retos que se avecinan; nuevos desafíos que pueden convertirse en oportunidades si las enfrentamos con un nuevo modo de pensar. Como lo hemos hecho antes, los progresistas debemos volver a liderar el camino con nuevos análisis e ideas. Es hora de una nueva generación de progresistas que respondan a las eternas preguntas sobre cómo profundizar la democracia, lograr una mayor justicia social y, en última instancia, cómo construir una sociedad inclusiva que garantice la dignidad de cada ser humano y en donde cada uno tenga su lugar bajo el sol.
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