Desde el momento mismo en que se puso en marcha a mediados del siglo pasado el proceso de integración europea, era obvio que España no podía permanecer al margen del mismo. Pero ese objetivo no estaba al alcance de los países no democráticos. La dictadura franquista no podía formar parte de un club para cuyo ingreso se exige acreditar el carácter democrático del aspirante. Desde que el Tratado de Roma entró en vigor en 1958, la oposición al régimen de Franco consideró que la pertenencia a la entonces denominada Comunidad Europea (CE) solo sería posible en el momento en que el régimen se asimilase plenamente al resto de las democracias europeas. Y así fue. Las negociaciones para la adhesión se iniciaron poco después de las primeras elecciones libres, y varios años después, el 12 de junio de 1985, el Presidente Felipe González firmó en Madrid el Tratado por el que España pasaba a formar parte de la CE.
¿Cuál es el balance de la integración en la hoy llamada Unión Europea (UE)? Históricamente, a España siempre le ha ido bien la apertura hacia el exterior. Lo mismo sucede en este caso. Los últimos 30 años marcan el periodo más brillante de nuestra historia en términos de estabilidad política, progreso económico y cohesión social. Es cierto que no todos los logros y los avances conseguidos tienen una relación directa con nuestra presencia en la UE. El éxito de la transición española y la madurez del pueblo español se explican en buena medida por qué nadie quiere volver sobre los pasos dados, en España no existe la nostalgia del pasado. Pero si observamos con atención los cambios y las reformas que nos han permitido llegar hasta aquí, la UE ha intervenido de una u otra forma en la mayoría de los casos. En ocasiones, proporcionando recursos para la inversión en infraestructuras a través de los Fondos de Cohesión. Otras veces, marcando las reglas para avanzar hacia la estabilidad macroeconómica o la modernización del funcionamiento de los mercados. O estableciendo referencias para avanzar en la construcción del Estado de Bienestar. Y más allá del terreno socioeconómico, fijando un marco legislativo para mejorar la protección de los derechos y libertades.
La Unión Europea nos ha servido de ancla y de guía. Como ancla, nuestra pertenencia a la UE nos ha ayudado a la moderación de nuestras estrategias, evitando los extremos. Ha facilitado el consenso en áreas esenciales, amortiguando las diferencias entre los proyectos políticos. Ha señalado las «líneas rojas» que ni unos ni otros ―gobierno u oposición― debieran traspasar. Sobre la base de los valores compartidos por el conjunto de los países miembros y de sus ciudadanos, la pertenencia a la UE nos ha dado estabilidad y seguridad. Como guía, desde la Unión Europea y sus instituciones se han definido reglas, se han marcado orientaciones y se ha legislado gracias a una transferencia parcial de soberanía que hemos pasado a compartir con nuestros socios en el seno de las instituciones comunes.
Los beneficios, en términos económicos, sociales y políticos, superan con mucho los inconvenientes derivados de la renuncia a ejercer de manera unilateral aspectos importantes de nuestra soberanía y de la necesidad de tener en cuenta los intereses de los demás países miembros a la hora de definir prioridades y estrategias comunes a escala europea. En realidad, si se analizan con detalle las políticas y decisiones aprobadas por la UE se comprueba cómo, desde la perspectiva española, los intereses nacionales y los europeos no son prácticamente nunca contradictorios sino coincidentes o complementarios. El mejor ejemplo de ello es el compromiso adquirido por España, al formar parte del grupo de países que forman parte del euro desde el momento inicial de lanzamiento de la moneda única en el seno de la Unión Económica y Monetaria. La necesidad de respetar las reglas de disciplina presupuestaria, la aceptación de la cesión de las competencias en materia de política monetaria para ponerlas en manos del Banco Central Europeo o la necesidad de coordinar otros aspectos relevantes de la política económica suponen, sin duda, un esfuerzo para un país acostumbrado a ejercer todos esos poderes de manera soberana, sin interferencias del exterior. Pero pensemos por un momento en cual hubiese sido el escenario contrafactual. ¿Hubiese España conseguido moderar la inflación y protegido el poder de compra de asalariados y pensionistas con una política monetaria distinta a la llevada a cabo por el BCE? ¿Cuál sería hoy nuestro nivel de endeudamiento público? ¿Y la evolución de nuestras exportaciones? ¿O la confianza de los inversores extranjeros en nuestra economía?
Otros muchos ejemplos nos llevarían a conclusiones idénticas o muy similares. Es cierto que la integración europea nos obliga a compartir aspectos importantes de nuestra soberanía con el resto de los países miembros de la UE, algunos de ellos tan poderosos como Alemania. Pero ello comporta ventajas nada desdeñables en un mundo globalizado, en el que cada país europeo por separado tiene cada vez menos relevancia, y evita riesgos tanto desde el punto de vista de nuestra seguridad como a la hora de optar por estrategias unilaterales poco contrastadas.
Los españoles siguen confiando en Europa como marco democrático, como modelo de sociedad y como punto de referencia para el futuro, a pesar de que las consecuencias de la crisis económica han golpeado con fuerza a los sectores más débiles y a las clases medias. Es cierto que la gestión de la crisis por parte de la UE, y especialmente de las autoridades responsables de la zona euro, ha cometido errores de bulto, sobre todo entre 2010 y 2012. Por eso los sondeos de opinión muestran que los españoles critican últimamente a las instituciones europeas casi tanto como a sus instituciones nacionales. Pero según los mismos sondeos, los ciudadanos no confunden la mala gestión política con la pérdida de confianza en un proyecto basado en valores de libertad, democracia, cohesión social y protección de los derechos humanos. Ni en relación con el sistema español ni con la UE. De hecho, más de un 70% se autodefinen como «ciudadanos europeos» y dos de cada tres españoles quieren seguir compartiendo su moneda ―el euro― con otros 300 millones de europeos.
El paso de gigante que supuso para España firmar, hace ahora treinta años, su adhesión a la Europa comunitaria fue un enorme acierto, que nos abrió las puertas de un futuro con estabilidad política, crecimiento económico y progreso social. Lo cual, en estos tiempos de cambios acelerados, de riesgos globales y de incertidumbres, supone un activo que mi generación trasladará con orgullo a quienes ya están reclamando el testigo.
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