Soy una persona optimista por naturaleza. Es verdad. Pero soy una optimista razonable. De hecho, no creo que las cosas ocurran para mejor. Creo que hay gente que saca lo mejor de las cosas que ocurren. Y la diferencia es enorme.
Cuando pensamos en el coronavirus, lo tengo claro. Ojalá no estuviéramos viviendo lo que estamos viviendo. Y ojalá no tuviéramos que pasar por los efectos secundarios que en los próximos meses vamos a vivir. Van a ser tiempos difíciles. Y desde luego de desasosiego. Eso lo sabemos. Pero dicho esto, este nuevo virus debería traernos nuevas cosas. Y cosas buenas.

Llevamos años hablando de una era de cambio, de un cambio de era. Y lo decíamos por la tecnología, por el mundo digital, por los robots que van a construir nuestro mundo. Y sin embargo llega un bicho microscópico y nos recoloca. O al menos esa es mi esperanza. Esa es la parte positiva que espero que los seres humanos saquemos de toda esta situación complicada. De repente un microorganismo, nos devuelve a nuestra esencia. A lo básico. Y esta vez sí, espero que sea para crear una nueva etapa en la que volvamos a poner lo esencial en el centro.

Nos hace echar de menos cosas tan pequeñas y cotidianas como un beso o un abrazo. Nos hace llamar a nuestro padre, madre, hermanos, o amigos, algunos de los cuales, en una semana normal rara vez les dedicamos tiempo suficiente. Y nos hace ser conscientes de que, cuando algún día nos falten, nuestra vida será un poquito más triste.
Pocas veces tenemos la oportunidad de ver a nuestros hijos días enteros, de hablarles mirándoles a los ojos, de escucharles sin prisas, de responderles a esas preguntas que nos hacen plantearnos verdades como puños, de contarles que todos estamos acumulando todos esos besos y abrazos que no podemos dar ahora, para que cuando podamos hacerlo lo hagamos como se debe hacer, dándoles la importancia y el tiempo que merecen.

Un minúsculo elemento nos enseña a valorar lo que otros hacen por nosotros cada día. Hoy aplaudimos cada tarde, todos al unísono, al personal médico. Al mismo personal al que en nuestro día a día criticamos porque esperamos en su sala de espera más de ocho minutos, en esta vida nuestra en la que ocho minutos nos suponen una eternidad en nuestra carrera diaria hacia no sé sabe dónde.

Nos enseña a valorar a los que, hoy, están ahí fuera en nuestras calles trabajando para que sigan limpias; a nuestros vecinos, a los que evitamos en un ascensor o en las zonas comunes y con los que hoy compartimos situaciones de solidaridad y de risas y de esa sorna nuestra que sale en los mejores momentos; valorar a las personas que velan por nuestra seguridad y a los que se están asegurando de que cuando vayamos al super, haya comida o que podamos seguir yendo a la farmacia o a todos los que hacen que nuestros grifos sigan teniendo agua, nuestras casas luz y nuestros ordenadores nos sigan dejando asomarnos al mundo que hay ahí fuera.

Un bicho minúsculo nos está demostrando que lo que importa está a menos de un metro. Y te lo recuerda haciendo que estos días no puedas acercarte a menos de dos.

Nos está mostrando la cantidad de personas a nuestro alrededor que están más solas de lo que pensamos. Nos recuerda escribir, llamar y contactar con toda la gente a la que se nos olvida a diario decirle “hola, estoy aquí”, porque estamos muy ocupados persiguiendo cosas y no momentos.

Soy optimista. Porque creo que esta situación nos ayudará a todos a encontrar lo esencial. A reconectar con los que tenemos cerca y valorar que podemos tocarles. A construir un mundo en el que las personas nos ocupemos de las personas. Y que volvamos a los básicos.

Y si es así, hasta este maldito virus habrá merecido la pena.