La cantidad de información que se genera y que llega a nosotros es cada vez más apabullante. Por citar un ejemplo, cada minuto se crean mas de quinientos nuevos sitios web y se suben a Internet unas cincuenta horas de vídeo. En ese mismo minuto, se realizan más de dos millones de solicitudes de búsqueda y se descargan docenas de miles de aplicaciones para smartphone. Se calcula que el número de impactos informativos diarios que llega a cualquier ciudadano en un país desarrollado es de aproximadamente diez mil. El fenómeno es de tal envergadura que ya se han acuñado términos como infoxicación, infobesidad o infopolución para referirnos al estado de sobrecarga informativa en el que vivimos. Como una respuesta a este hecho, y también como un gran aliado del marketing moderno, ha aparecido lo que conocemos como snackable content. Se trata de pequeñas piezas de contenido creadas para ser digeridas fácilmente, generalmente acompañadas de una ilustración que hace aún más fácil su comprensión. Sin embargo, y pese lo apetecible de estas propuestas, como si realmente fueran aperitivos, lo cierto es que en muchos casos lo que aportan es frustrantemente limitado y superficial.

Cada vez las frases, los párrafos y los artículos son más breves, hay más imágenes e infografías, y cada vez más el contenido está estructurado de forma que aparezcan destacadas las ideas más importantes o, quizá peor aún, están enumeradas como si de un recetario se tratara: “los 3 secretos del management”, “10 claves para posicionar un sitio web”, “una estrategia de medios en 5 pasos”, y así sucesivamente. Da la sensación de que cualquier reflexión o procedimiento puede ser desollado, escurrido, cocinado y emplatado en un aperitivo que apenas lleve un minuto digerir.

Los snacks son la pesadilla de muchas personas que luchan por mantener su peso. Muchas veces esos pequeños fragmentos alimenticios están tan peligrosamente cargados de calorías que hay quien les culpa de su sobrepeso. El riesgo del contenido en snack, sin embargo, es justo el contrario: esos diminutos recetarios relatados en un número limitado de pasos y acompañados de bellas ilustraciones impiden en muchos casos la natural reflexión que en las personas puede verdaderamente conducir al aprendizaje o al desarrollo real. Y, por tanto, pueden potencialmente llevar a cualquiera a un marasmo cognitivo en el que todas sus ideas sean superficiales y puedan ser expresadas en menos de ciento cuarenta caracteres. El contenido en snack es un síntoma de la cultura contemporánea, pero también es un potencial generador de una pandemia de mentes simplificadas.

Esto no es un manifiesto en defensa del contenido enciclopédico ni de las reflexiones infinitas, como tampoco una invitación a volver atrás en el tiempo y prescindir de la potencia ilustrativa del mundo multimedia. Sin embargo, sí debemos reflexionar sobre una terrible paradoja que, apenas sin darnos cuenta, se ha colado en nuestro mundo: mientras que los ciudadanos –y por supuesto los estudiantes y con ello los profesionales del mañana– cada vez reclaman un contenido más fácil de digerir, el mundo cada vez se vuelve más complejo y sistémico, y cada vez es más difícil hacer en él una aportación de valor, ya sea científica, artística o empresarial. En este mundo de contenido en snack, el conocimiento que hay que desplegar para abrirse paso es cada vez más extenso e interrelacionado, particularmente en algunas áreas como pueden ser la ciencia o la tecnología.

En una hipotética sociedad aquejada por una pandemia de mentes simplificadas la pregunta es bajo qué circunstancias, qué personas, con qué medios y con qué motivaciones incursionarían en el mundo del conocimiento complejo para seguir liderando el mundo. Quién haría los complicados cálculos de ingeniería necesarios para que la experiencia de conducción de un vehículo sea realmente sencilla, quién idearía las investigaciones necesarias para que mantenerse en forma y con salud sea un juego de niños, o quién desarrollaría las complejas bibliotecas de datos que permiten extraer el conocimiento predictivo necesario para aportar valor real en la arena empresarial.

Es posible que nadie quisiera ocuparse de esas tareas, y es igualmente posible entonces que el mundo comenzara a involucionar. O también podría ocurrir que el ser humano se diera cuenta de que vivir en un mundo sencillo requiere controlar realidades complejas, y retornara así la cultura de la reflexión y de la capacidad crítica, así como el culto al aprendizaje y la sabiduría como valor en sí mismos. Pero también es posible que únicamente una élite intelectual aprendiera a vivir en la complejidad y se adjudicara todo el valor derivado de su gestión, mientras a larga distancia caminaría una muchedumbre potencialmente infinita de mentes simplificadas, que viviría plácidamente en el convencimiento erróneo de que el mundo es realmente tan sencillo como aparenta ser. En este último caso se pintaría un futuro ciertamente oscuro para la humanidad, pues no hay peor quebranto de la democracia que la desigualdad en el acceso al conocimiento.